sábado, 10 de diciembre de 2011

El día que dejé de amar los aeropuertos

Publicado por siluetas en 0:26


Los aeropuertos son lugares fascinantes. Hay gente que los odia, pero a mí me parecen el sitio perfecto para perderse. Supongo que me atrae la sensación de vulnerabilidad compartida, o el hecho de poder ser completamente anónimo. Es difícil que destaques en un aeropuerto, porque… ¡allí está representado todo el mundo! Nada de lo que hagas allí será novedoso, alguien lo habrá hecho antes que tú. Y eso, cuando hablamos de pifiarla, te da una tranquilidad y una paz que pocos lugares pueden conseguir. Ríete tú de las clases de yoga… Es en un aeropuerto donde la persona puede descansar.
 
Y por si eso fuera poco, los aeropuertos son una escuela de la raza humana. Me podría pasar horas viendo pasar el muestrario (o mostruario, como se ha dicho toda la vida en mi familia) ante mis ojos. Pero de entre todo el universo aeroportuario, un vuelo a Tel Aviv es especialmente extraño. Se reúnen diferentes tipologías: los hombres de negocios (pocos, los menos) con cara de ocupados, los perroflautas con pantalones de colorines y, ocasionalmente, una guitarra, los curas de incógnito (pero que a mí no me engañan, los huelo a metros de distancia) y después, el amplio grupo de las peregrinaciones catolicodevocionales. Estos últimos, sobre todo si son españoles, dan un poco de vergüencita. Suelen ser personas de una edad ya avanzada, poco acostumbrados a viajar y a los que han contado las lindezas de las autoridades israelíes en cuanto a seguridad. Todo ello, unido a un viaje de cuatro horas y media, se traduce en unos nervios incontrolados que aumentan los decibelios en un 3.000%. Suelen ir con su guía devocional y/o Biblia.



Entre toda esta marea de gente me encontraba yo, con mis tacones (es un ritual para mí, ir a un aeropuerto sin tacones es de pobres) y mi bolsita de viaje, rezando a todos los dioses posibles para que no me tocara al lado de uno de los del último grupo: “Hola, Dios, nunca te pido nada, y sólo te he insultado un poquito cuando me han clavado 60 € de sobrepeso por la maleta. De hecho, me he cagado enlamadrequemeparió, no en ti. Hazme este favor: alguien normal, por favor…” Y sí, Dios escuchó mis súplicas… ¡Fantástico! Mi compañero de viaje era el hombre más antipático del mundo (después de mi, claro está), de esos que no se ven obligados a sonreír cada vez que mueves tu posición medio milímetro en el asiento y a hacer comentarios chorra sobre el tiempo o el crecimiento de la patata. Un gusto, vamos. De hecho, hubo un momento en el que me dormí y el buen señor esperó a que me despertase para ir a hacer pipí… y por la manera en que corría cuando me digné a abrir los ojos, creo que dormí un buen rato. Pero bueno, volvamos al señor. De tan antipático me empezó a picar la curiosidad… ¿Por qué un hombre no quiere entablar conversación con una chica tan mona, educada y encantadora como yo? ¿Eh? ¿Eh? ¿Por qué? ¿Qué te he hecho yo? Así soy, bipolar hasta la médula.

Y como creo que somos lo que leemos (también lo que comemos, pero esa es otra historia un poco más escatológica), me dediqué a cotillear el libro que tenía en las rodillas… ¡era en hebreo! ¡Mierda! Ves a saber qué pone ahí. Por cierto, algún día os hablaré sobre mi teoría de que el hebreo no existe, pero es muy largo. La cuestión es que me quedé igual.
 
Y llegó el final del vuelo. Con aplausos incluidos de los peregrinos españoles. Qué paletos que somos, madre. No nos pueden sacar de casa. Un punto más en mi lista de pros y contras para pedir la nacionalidad andorrana. Volvamos al vuelo. Cojo mi bolsa de viaje imitación de Hérmes, monísima, y me lanzo pasillo abajo dejando atrás al perroflauta, los curas de incógnito y los paletos españoles con la Biblia en la mano. Porque esa es otra ley inamovible: parecer dubitativo en un aeropuerto es de pobres. Y cuál es mi sorpresa al ver que el señor misterioso me había adelantado vete a saber cuánto tiempo antes. Caminamos en paralelo un tiempo, él ignorándome, yo ignorándole (bueno, no tanto, porque aquí la misteriosa soy yo, y que alguien asuma mi rol me jode, la verdad…) hasta llegar a la zona de control de pasaportes. "Alfombradita" me quedo cuando el maromo se mete por un pasillo de la izquierda donde estaban la versión israelí de los guardias civiles y se salta el control. Con dos cojones. Si resulta cierta la leyenda de que en todos los vuelos a Tel Aviv va un agente del Mossad infiltrado, creo que he tenido el gusto de conocerle. Mierda. Y yo sin presentarme ni nada.



Pero antes de contaros el plato fuerte del día, que es mi semidetención, volvamos al vuelo, porque las cuatro horas y media del averno dan para muchas reflexiones (y para estrenar mi nuevo libro digital rosa, pero no nos dispersemos…). En primer lugar, ¿qué ha pasado con las azafatas monas más maquilladas que una puerta y peinadas como si fueran a una boda? La que tenía delante, mismamente, parecía que se acababa de zumbar al piloto, y por las ojeras sin maquillar que llevaba, el tío debe ser una máquina en la cama. Unos pelooooos, una caraaaaa… Un mito más a la basura. Lo único guay es el abrigo rojo que llevan, que me ha hecho ganas hacerme azafata de Iberia para que me den uno. Y por último, las instrucciones. ¿Cuántas veces las habré oído? Porque yo escucho cuando la chica despeinada de las ojeras hace mímica, que me sabe mal que nadie le haga caso. Pero estoy segura que en caso de emergencia real no tendré ni puñetera idea de dónde está el chaleco salvavidas, si hay que inflarlo dentro o fuera o si fumar en el baño es lo más adecuado para la presión del avión. Si alguna vez pasa algo, seré la primera en morir, sobre todo porque los peregrinos católicos me aplastarán para pasar antes. Un desastre, vamos.

¿Dónde lo habíamos dejado? En el control de pasaportes, claro. Una cola… un desorden… Por fin me toca, y una chica me mira con desprecio el pasaporte y me dice que qué coño hace en su lindo país una infiel como yo. O algo así, porque como hablaba en un inglés parecido al mío (las dos debimos estudiar en Opening) yo me iba guiando por el tono. La cuestión es que la conversación se puso fea. Yo con los nervios recordé todo el inglés que tenía latente en el cerebro y me volví un loro anglosajón. Por cierto, recordadme que algún día me trate la verborrea nerviosa esta, porque me mete en cada lío… Pero también la tía iba con mala hostia. Me preguntó cuál era el objeto de mi visita, y yo, como no sabía traducir al inglés “ay, hija, si ni yo misma sé qué coño hago aquí…” empecé a contarle una historia muy extraña. Como no le convenció nada de lo que le decía, me selló el papel y me dijo que me fuera. Ay, ilusa de mí. El papel que yo ni miré era rojo, no verde, así que al salir se me abalanzaron (bueno, tampoco hace falta exagerar, vinieron otros dos policías, nada más) a hacerme otro interrogatorio y me apartaron de la gente. Yo aquí entre el terror, las ganas de llorar y mi sentido de antesmuertaquesencilla, decidí que no hablaba más inglés y que si me iban a detener al menos haría un homenaje a mis abuelos. Only spanish, please. La policía mujer, viendo la situación se giró hacia los guías turísticos que había en la puerta y cogió al primero que hablaba castellano. Mexicano mismo. Pues bien, Israel tiene 7 millones y medio de habitantes, es uno de los países que recibe más turistas del mundo… y el guía que escogió resultó ser el coordinador de la agencia que me había llevado a Israel el año pasado. ¿Es o no es para ser creyente? Cuando le miré con carita de cordero degollado y le recordé quién era, a qué venía y por qué esa señora me odiaba, me dijo que por supuesto que se acordaba de mí y que de hecho mi cara le había sonado. Una mierda. No nos dirigimos más que dos palabras y de eso hace seis meses, pero gracias. No sé qué le explicó el buen hombre, que no sé ni cómo se llama pero que se ha convertido en mi héroe perpetuo, pero finalmente la zorra (a estas alturas el otro policía ya había desaparecido) me dejó ir. Mi héroe me dio un beso y me dijo que recordara que me había salvado la vida. Vaya si lo recordaré. Mientras tanto, Miss Simpatía me escupió que si tenía maletas que fuera hacia la derecha. Estuve a punto de ir directamente a reclamar la maleta perdida, porque no podía ser de ninguna manera que estuviera allí. ¡Cómo iba a salir algo bien! Supongo que por eso no me importó tanto que llegara rota. ¿Qué es una maleta rota comparado con la cárcel o con no tener ropa que ponerse? Caaaaa… va a ir a reclamar tu madre, yo me largo de este sitio de locos.

Continuará...

3 comentarios:

pep toni sala on 17 de diciembre de 2011, 1:35 dijo...

jajajajajaja boníssim, has aconseguit que me faci fan incondicional del teu blog.

Ruben on 14 de enero de 2012, 21:23 dijo...

Una cosa que me tomó tiempo es aprender a interpretar el tono de los israelíes, incluso después de saberme bastante bien el idioma. A oídos inexpertos puede parecer que te están mandando a la mierda cuando no hacen más que darte los buenos días. Ni que hablar del lenguaje corporal que también es diferente.

A los interregatorios del aeropuerto hay que sonreir con tranquilidad. Pues están justamente para eso, para ver si te pones nerviosa, entonces es cuando comienzan las sospechas. Técnica más efectiva que los detectores de metales y menos invasiva.

Tengo varias anécdotas jocosas con controles israelíes de aeropuerto, me pasa a menudo que conmigo alargan los interrogatorios, debo tener cara de sospechoso. Pero más que ponerme nervioso me divierten. Tengo que poner alguna por escrito.

siluetas on 17 de enero de 2012, 12:06 dijo...

Ahora que ya llevo en las espaldas algunos interrogatorios más los veo diferentes. Un trámite, algo engorroso pero inofensivo. Y como no bajo del 5, me lo tomo como si fuera una atención personalizada: Me llevan la maleta, me ahorran las colas de facturación, me escoltan... ¡Un lujo! ;)

Espero impaciente esas anécdotas. ¡No deben tener desperdicio!
¡Gracias por pasarte!

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