lunes, 26 de diciembre de 2011

Y no me llama...

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Dentro de unos años, nadie sabrá la relación entre estas dos fotografías:





Todo un país esperando una llamada. Comprobando que el móvil tenía cobertura cada 10 minutos. ¿Y si Mariano Rajoy me llama para confiarme un ministerio? ¡Y yo con estos pelos! ¿Tengo que hacerme la dura? ¿Decirle que una vicepresidencia o nada? ¿Respondo a la primera llamada o pareceré desesperada? ¿Y si cuelga y se me pasa el turno?

¿Viviamos mejor?

Yo, tengo que reconocerlo, no tenía muchas esperanzas de recibir esa llamada, más que nada por la fama de roja y separatista que me he ido granjeando con los años, así que la ansiedad no me mató en exceso. Pero conozco la sensación, vaya si la conozco, que bajo este disfraz de femme fatale se esconde la versión femenina de Woody Allen. Y vosotros también, desgraciaos, que anda que no nos hemos pasado horas ante el teléfono fijo de casa esperando LA llamada. Sin poder salir porque no tenías contestador o lo que era peor (Dios, qué tiempos más duros), no había IDENTIFICADOR DE LLAMADAS. Ese invento, a las mujeres, nos dio libertad y nos jodió la vida a partes iguales. En primer lugar porque podíamos ver quién nos había llamado sin necesidad de hacer guardia ante el aparato pero, por otra parte, porque no nos permitía llamar compulsivamente a alguien en tandas de 15 minutos hasta que nos cogiera el teléfono si no queríamos tener una bonita orden de alejamiento. Ahí cambió todo, y el Domo tuvo la culpa. Podíamos filtrar llamadas y también devolver las perdidas con una coartada lógica.

Con él empezó el caos...
 
Todo bien hasta aquí. Podíamos controlarlo. Si el teléfono no sonaba, es que no quería saber nada de nosotras. Si no había ninguna llamada perdida en el Domo, a otra cosa, mariposa. Pero la tecnología vendría a hacernos la vida sentimental más difícil y angustiosa. Primero vinieron los teléfonos móviles, el hecho de estar siempre disponible y la certeza de que “si-no-me-lo-coge-es-que-me-odia-o-habré-hecho-algo-mal”. Después vinieron los sms con “confirmación de entrega”. La excusa de “no lo he leído” o “no me ha llegado” pasó a la historia, pero algunos se resistieron a ello y seguían mintiendo.

Porque aceptémoslo de una puñetera vez. Los SMS (y los mails) LLEGAN SIEMPRE. No se pierden en el cosmos ni hay una fuerza superior que los intercepta. ¿Por qué seguimos usando esta excusa? ¿Por qué nadie nos planta cara y nos dice que vayamos a engañar a nuestra prima la del pueblo? Tal vez porque también la utilice en un momento dado.

A partir de aquí la cosa se desmadró. Las “nuevas” tecnologías, que nos prometían hacernos la vida más fácil, destruyeron las relaciones sentimentales. Las mujeres (y los hombres, claro, pero estamos hablando de nosotras) ya no solo teníamos que esperar LA llamada, también podía enviarnos un mail, escribirnos en el muro de Facebook o hablarnos por messenger. Y los smartphones ya nos trajeron el caos completo: también podía enviarnos un whatsapp, dejar un mensaje en talk box (ah no, que es de android y tiene g-talk) o escribir un privado en twitter. Así que, sí, mucha comunicación, pero hemos pasado del “no me llama” a ser potencialmente rechazadas en 10 tecnologías diferentes. ¿Sabéis el desgaste emocional que es comprobar las tres o cuatro cuentas de correo, la personal, la del trabajo, mirar las notificaciones de facebook, el twitter, whatsapp, messenger, aplicaciones varias, teléfono, sms…? Todo para que, en el peor de los casos, estemos “sin noticias de X”.

Aquí ya la liamos parda...


 Pero no acaba aquí la cosa. Todas estas tecnologías tienen una jerarquía aceptada socialmente que cuesta entender, aceptar y aplicar. Tal vez me sienta cómoda para enviar un whatsapp, pero ¿a partir de qué grado de confianza llamo a alguien? Escribir en el timeline de alguien, bien, ¿pero ‘privado’ o SMS? ¿Me pasaré? ¿Me quedaré corta? Si un día nos visitan los extraterrestres entenderán que somos vida inteligente no por nuestros hallazgos científicos, sino por la complejidad de las relaciones humanas aplicadas a las tecnologías.

Agotador, muy agotador. Así que, cuando acabo la ronda de comprobaciones y veo que no hay señales de vida de X, entiendo que tal vez no quiera saber nada de mí. O es que tal vez haya mala cobertura en este bar, no sé, hazme una perdida a ver.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Entender a un mallorquín y no morir en el intento

Publicado por siluetas en 21:13 4 comentarios


Te sorprenderá, querido lector forastero, pero en Mallorca siguen quedando indígenas. Una raza en peligro de extinción, sin duda, extraña, misteriosa y a la que no se le ha hecho suficiente justicia.

Muchas veces se nos ha tildado de huraños y cerrados. En absoluto. Si algo caracteriza al mallorquín es la discreción, que no es lo mismo. No somos cerrados, solo algo reservados y muy prudentes. Por eso nos sentimos tan fuera de lugar cuando visitamos otras localidades de esta nuestra nación en la que nos reciben con los brazos abiertos y a grito pelao nos declaran su amor incondicional. Mentira cochina. Un sevillano, por ejemplo, un día me dijo: “Cuando hace una semana que estás en Sevilla te parece que hace diez años; y cuando hace diez años que estás en Sevilla, parece que hace una semana”. Es decir, que el afecto no tiene nada que ver con el histrionismo, ese gen del que carecemos completamente los mallorquines. Si vienes como turista, te vamos a tratar correctamente, que para eso somos los master del turismo del universo, y si quieres venir a vivir aquí, serás bienvenido siempre que estés dispuesto a compartir nuestra manera de ver la vida, nuestra lengua, nuestra tranquilidad mediterránea.



Una manera de ser, por otra parte, muy isleña. Desde los fenicios y antes hemos acogido a todo hijo de vecino que se echaba al mar y nos encontraba ahí plantados en un punto estratégico del Mediterráneo. Y todos se quedaban, tú, será por el clima. Así que el mallorquín aprendió a ser algo camaleónico en el buen sentido de la palabra. Aceptó con resignación toda ‘invasión’ más o menos pacífica y creó un espacio propio donde solo entraban los que ellos decidían. Una forma de supervivencia como cualquier otra. Y cuando hablamos de colonizaciones nos referimos tanto a la dominación Islámica como al desembarco masivo actual de alemanes borrachos, no te creas.

Mallorquines ilustres que ha dado esta tierra


Algunos afirman que todo ello ha creado un complejo de inferioridad, una falta de autoestima que se refleja en su poca gracia natural. No lo creo. La templanza y la sobriedad es la forma que han elegido para tratar por igual a todos los que se acercan a su tierra. No es antipatía, es sentido común y pragmatismo.

Te prometía “consejos” para tratar a los autóctonos, pero más bien será uno solo: Respeta su espacio. Mallorca no es un lugar para confraternizar con sus habitantes. No, porque están hartos de recibir visitas; han aprendido a tolerarlas, pero no les pidas más efusividades de las que la estricta educación plantee. Además, ¡no lo necesita! Sabe que es custodio de un paraíso, no importa que se lo repitas, tú intenta dejarlo igual que lo encontraste.

Y si lo que quieres es hacer un proyecto de vida aquí, en esta privilegiada porción del planeta, nos parece genial. Sería ridículo hablar aquí, en este crisol de culturas, de ‘pura raza’, así que no nos preocupa excesivamente. Intenta tolerar nuestra lengua y ya eres un mallorquín más. Intégrate poco a poco, no quieras hacerlo todo el mismo día. Respeta nuestros tiempos, somos como velociraptores: los movimientos bruscos nos despistan, así que poco a poco. No hay nada que soportemos menos que el compadreo gratuito. Lo dicho, poco a poco. Y con buena letra.

sábado, 10 de diciembre de 2011

El día que dejé de amar los aeropuertos

Publicado por siluetas en 0:26 3 comentarios


Los aeropuertos son lugares fascinantes. Hay gente que los odia, pero a mí me parecen el sitio perfecto para perderse. Supongo que me atrae la sensación de vulnerabilidad compartida, o el hecho de poder ser completamente anónimo. Es difícil que destaques en un aeropuerto, porque… ¡allí está representado todo el mundo! Nada de lo que hagas allí será novedoso, alguien lo habrá hecho antes que tú. Y eso, cuando hablamos de pifiarla, te da una tranquilidad y una paz que pocos lugares pueden conseguir. Ríete tú de las clases de yoga… Es en un aeropuerto donde la persona puede descansar.
 
Y por si eso fuera poco, los aeropuertos son una escuela de la raza humana. Me podría pasar horas viendo pasar el muestrario (o mostruario, como se ha dicho toda la vida en mi familia) ante mis ojos. Pero de entre todo el universo aeroportuario, un vuelo a Tel Aviv es especialmente extraño. Se reúnen diferentes tipologías: los hombres de negocios (pocos, los menos) con cara de ocupados, los perroflautas con pantalones de colorines y, ocasionalmente, una guitarra, los curas de incógnito (pero que a mí no me engañan, los huelo a metros de distancia) y después, el amplio grupo de las peregrinaciones catolicodevocionales. Estos últimos, sobre todo si son españoles, dan un poco de vergüencita. Suelen ser personas de una edad ya avanzada, poco acostumbrados a viajar y a los que han contado las lindezas de las autoridades israelíes en cuanto a seguridad. Todo ello, unido a un viaje de cuatro horas y media, se traduce en unos nervios incontrolados que aumentan los decibelios en un 3.000%. Suelen ir con su guía devocional y/o Biblia.



Entre toda esta marea de gente me encontraba yo, con mis tacones (es un ritual para mí, ir a un aeropuerto sin tacones es de pobres) y mi bolsita de viaje, rezando a todos los dioses posibles para que no me tocara al lado de uno de los del último grupo: “Hola, Dios, nunca te pido nada, y sólo te he insultado un poquito cuando me han clavado 60 € de sobrepeso por la maleta. De hecho, me he cagado enlamadrequemeparió, no en ti. Hazme este favor: alguien normal, por favor…” Y sí, Dios escuchó mis súplicas… ¡Fantástico! Mi compañero de viaje era el hombre más antipático del mundo (después de mi, claro está), de esos que no se ven obligados a sonreír cada vez que mueves tu posición medio milímetro en el asiento y a hacer comentarios chorra sobre el tiempo o el crecimiento de la patata. Un gusto, vamos. De hecho, hubo un momento en el que me dormí y el buen señor esperó a que me despertase para ir a hacer pipí… y por la manera en que corría cuando me digné a abrir los ojos, creo que dormí un buen rato. Pero bueno, volvamos al señor. De tan antipático me empezó a picar la curiosidad… ¿Por qué un hombre no quiere entablar conversación con una chica tan mona, educada y encantadora como yo? ¿Eh? ¿Eh? ¿Por qué? ¿Qué te he hecho yo? Así soy, bipolar hasta la médula.

Y como creo que somos lo que leemos (también lo que comemos, pero esa es otra historia un poco más escatológica), me dediqué a cotillear el libro que tenía en las rodillas… ¡era en hebreo! ¡Mierda! Ves a saber qué pone ahí. Por cierto, algún día os hablaré sobre mi teoría de que el hebreo no existe, pero es muy largo. La cuestión es que me quedé igual.
 
Y llegó el final del vuelo. Con aplausos incluidos de los peregrinos españoles. Qué paletos que somos, madre. No nos pueden sacar de casa. Un punto más en mi lista de pros y contras para pedir la nacionalidad andorrana. Volvamos al vuelo. Cojo mi bolsa de viaje imitación de Hérmes, monísima, y me lanzo pasillo abajo dejando atrás al perroflauta, los curas de incógnito y los paletos españoles con la Biblia en la mano. Porque esa es otra ley inamovible: parecer dubitativo en un aeropuerto es de pobres. Y cuál es mi sorpresa al ver que el señor misterioso me había adelantado vete a saber cuánto tiempo antes. Caminamos en paralelo un tiempo, él ignorándome, yo ignorándole (bueno, no tanto, porque aquí la misteriosa soy yo, y que alguien asuma mi rol me jode, la verdad…) hasta llegar a la zona de control de pasaportes. "Alfombradita" me quedo cuando el maromo se mete por un pasillo de la izquierda donde estaban la versión israelí de los guardias civiles y se salta el control. Con dos cojones. Si resulta cierta la leyenda de que en todos los vuelos a Tel Aviv va un agente del Mossad infiltrado, creo que he tenido el gusto de conocerle. Mierda. Y yo sin presentarme ni nada.



Pero antes de contaros el plato fuerte del día, que es mi semidetención, volvamos al vuelo, porque las cuatro horas y media del averno dan para muchas reflexiones (y para estrenar mi nuevo libro digital rosa, pero no nos dispersemos…). En primer lugar, ¿qué ha pasado con las azafatas monas más maquilladas que una puerta y peinadas como si fueran a una boda? La que tenía delante, mismamente, parecía que se acababa de zumbar al piloto, y por las ojeras sin maquillar que llevaba, el tío debe ser una máquina en la cama. Unos pelooooos, una caraaaaa… Un mito más a la basura. Lo único guay es el abrigo rojo que llevan, que me ha hecho ganas hacerme azafata de Iberia para que me den uno. Y por último, las instrucciones. ¿Cuántas veces las habré oído? Porque yo escucho cuando la chica despeinada de las ojeras hace mímica, que me sabe mal que nadie le haga caso. Pero estoy segura que en caso de emergencia real no tendré ni puñetera idea de dónde está el chaleco salvavidas, si hay que inflarlo dentro o fuera o si fumar en el baño es lo más adecuado para la presión del avión. Si alguna vez pasa algo, seré la primera en morir, sobre todo porque los peregrinos católicos me aplastarán para pasar antes. Un desastre, vamos.

¿Dónde lo habíamos dejado? En el control de pasaportes, claro. Una cola… un desorden… Por fin me toca, y una chica me mira con desprecio el pasaporte y me dice que qué coño hace en su lindo país una infiel como yo. O algo así, porque como hablaba en un inglés parecido al mío (las dos debimos estudiar en Opening) yo me iba guiando por el tono. La cuestión es que la conversación se puso fea. Yo con los nervios recordé todo el inglés que tenía latente en el cerebro y me volví un loro anglosajón. Por cierto, recordadme que algún día me trate la verborrea nerviosa esta, porque me mete en cada lío… Pero también la tía iba con mala hostia. Me preguntó cuál era el objeto de mi visita, y yo, como no sabía traducir al inglés “ay, hija, si ni yo misma sé qué coño hago aquí…” empecé a contarle una historia muy extraña. Como no le convenció nada de lo que le decía, me selló el papel y me dijo que me fuera. Ay, ilusa de mí. El papel que yo ni miré era rojo, no verde, así que al salir se me abalanzaron (bueno, tampoco hace falta exagerar, vinieron otros dos policías, nada más) a hacerme otro interrogatorio y me apartaron de la gente. Yo aquí entre el terror, las ganas de llorar y mi sentido de antesmuertaquesencilla, decidí que no hablaba más inglés y que si me iban a detener al menos haría un homenaje a mis abuelos. Only spanish, please. La policía mujer, viendo la situación se giró hacia los guías turísticos que había en la puerta y cogió al primero que hablaba castellano. Mexicano mismo. Pues bien, Israel tiene 7 millones y medio de habitantes, es uno de los países que recibe más turistas del mundo… y el guía que escogió resultó ser el coordinador de la agencia que me había llevado a Israel el año pasado. ¿Es o no es para ser creyente? Cuando le miré con carita de cordero degollado y le recordé quién era, a qué venía y por qué esa señora me odiaba, me dijo que por supuesto que se acordaba de mí y que de hecho mi cara le había sonado. Una mierda. No nos dirigimos más que dos palabras y de eso hace seis meses, pero gracias. No sé qué le explicó el buen hombre, que no sé ni cómo se llama pero que se ha convertido en mi héroe perpetuo, pero finalmente la zorra (a estas alturas el otro policía ya había desaparecido) me dejó ir. Mi héroe me dio un beso y me dijo que recordara que me había salvado la vida. Vaya si lo recordaré. Mientras tanto, Miss Simpatía me escupió que si tenía maletas que fuera hacia la derecha. Estuve a punto de ir directamente a reclamar la maleta perdida, porque no podía ser de ninguna manera que estuviera allí. ¡Cómo iba a salir algo bien! Supongo que por eso no me importó tanto que llegara rota. ¿Qué es una maleta rota comparado con la cárcel o con no tener ropa que ponerse? Caaaaa… va a ir a reclamar tu madre, yo me largo de este sitio de locos.

Continuará...
 

Algún día contaré esto sobre un diván Copyright © 2012 Design by Antonia Sundrani Vinte e poucos